miércoles, 18 de mayo de 2011

AUDIENCIA A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO SOBRE LA “MATER ET MAGISTRA”

Discurso del Papa Benedicto XVI a los participantes en el Congreso Internacional promovido por el Consejo Pontificio “Justicia y Paz”, en el 50º aniversario de la encíclica Mater et Magistra del papa Juan XXIII, el día 16 de mayo 2011

Señores cardenales,
venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio
ilustres señoras y señores.
Estoy contento de acogeros y de saludaros con ocasión del 50° aniversario de la Encíclica Mater et magistra del beato Juan XXIII; un documento que conserva gran actualidad también en el mundo globalizado. Saludo al cardenal presidente, a quien doy las gracias por sus corteses palabras, como también al monseñor secretario, los colaboradores del dicasterio y a todos vosotros, llegados de los diversos continentes para este importante Congreso.
En la Mater et magistra, el papa Roncalli, con una visión de Iglesia puesta al servicio de la familia humana sobre todo mediante su específica misión evangelizadora, pensó en la doctrina social – anticipando al beato Juan Pablo II – come en un elemento esencial de esta misión, por ser “parte integrante de la concepción cristiana de la vida” (n. 206). Juan XXIII está en el origen de las afirmaciones de sus Sucesores también cuando indicó en la Iglesia el sujeto comunitario y plural de la Doctrina social. Los christifideles laici, en particular, no pueden ser sólo usufructuarios y ejecutores pasivos sino que son protagonistas del mismo en el momento vital de su actuación, como también colaboradores preciosos de los Pastores en su formulación, gracias a la experiencia adquirida sobre el terreno y a sus propias competencias específicas. Para el beato Juan XXIII, la Doctrina social de la Iglesia tiene como luz la Verdad, como fuerza propulsora el Amor, como objetivo la Justicia (cfr n. 209), una visión de la Doctrina social, que retomé en la Encíclica Caritas in veritate, en testimonio de esa continuidad que mantiene unido el entero corpus de las Encíclicas sociales. La verdad, el amor, la justicia, señalados por la Mater et magistra, junto al principio del destino universal de los bienes, como criterios fundamentales para superar los desequilibrios sociales y culturales, siguen siendo los pilares para interpretar y poner en vías de solución también los desequilibrios internos a la globalización actual. Frente a estos desequilibrios es necesario restablecer una razón integral que haga renacer el pensamiento y la ética. Sin un pensamiento moral que supere el planteamiento de las éticas seculares, como las neoutilitaristas y neocontractualistas, que se fundan sobre un sustancial escepticismo y sobre una visión prevalentemente inmanentista de la historia, se hace arduo para el hombre de hoy acceder al conocimiento del verdadero bien humano. Es necesario desarrollar síntesis culturales humanistas abiertas a la Trascendencia mediante una nueva evangelización – arraigada en la ley nueva del Evangelio, la ley del Espíritu – a la que muchas veces nos invitó el beato Juan Pablo II. Sólo en la comunión personal con el Nuevo Adán, Jesucristo, la razón humana es sanada y potenciada y es posible acceder a una visión más adecuada del desarrollo, de la economía y de la política según su dimensión antropológica y las nuevas condiciones históricas. Y es gracias a una razón restablecida en su capacidad especulativa y pratica como se puede disponer de criterios fundamentales para superar los desequilibrios globales, a la luz del bien común. De hecho, sin el conocimiento del verdadero bien humano, la caridad se desliza hacia el sentimentalismo (cfr n. 3); la justicia pierde su “medida” fundamental; el principio del destino universal de los bienes es deslegitimado. Los diversos desequilibrios globales, que caracterizan a nuestra época, alimentan disparidad, diferencias de riqueza, desigualdades, que crean problemas de justicia y de distribución equitativa de los recursos y de las oportunidades, especialmente hacia los más pobres.
Pero no son menos preocupantes los fenómenos vinculados a unas finanzas que, tras la fase más aguda de la crisis, han vuelto a practicar con frenesí contractos de crédito que a menudo permiten una especulación sin límites. Fenómenos de especulación dañina se comprueban también con referencia a los productos alimentarios, al agua, a la tierra, acabando por empobrecer aún más a aquellos que ya viven en situaciones de grave precariedad. De forma análoga, el aumento de los precios de los recursos energéticos primarios, con la consiguiente búsqueda de energías alternativas guiada, a veces, por intereses exclusivamente económicos de corto plazo, acaban por tener consecuencias negativas sobre el medio ambiente, además de sobre el propio hombre.
La cuestión social actual es sin duda una cuestión de justicia social mundial, como por otro lado ya recordaba la Mater et magistra hace cincuenta años, aunque con referencia a otro contesto. Es, además, cuestión de distribución equitativa de los recursos materiales e inmateriales, de globalización de la democracia sustancial, social y participativa. Por esto, en un contexto en el que se vive una progresiva unificación de la humanidad, es indispensable que la nueva evangelización de lo social ponga en evidencia las implicaciones de una justicia que debe realizarse a nivel universal. Con referencia a la fundación de semejante justicia debe subrayarse que no es posible realizarla apoyándose en el mero consenso social, sin reconocer que éste, para ser duradero, debe estar arraigado en el bien humano universal. En cuanto concierne al plano de la realización, la justicia social debe llevarse a cabo en la sociedad civil, en la economía de mercado (cfr Caritas in veritate n. 35), pero también por parte de una autoridad política honrada y transparente proporcionada a ella, también a nivel internacional (cfr ibid., n. 67).
Respecto a los grandes desafíos actuales, la Iglesia, mientras confía en primer lugar en el Señor Jesús y en su Espíritu, que la conducen a través de las vicisitudes del mundo, para la difusión de la Doctrina social cuenta también con las actividades de sus instituciones culturales, con los programas de instrucción religiosa y de catequesis social de las parroquias, con los mass media y con la obra de anuncio y de testimonio de los christifideles laici (cfr Mater et magistra, 206-207). Estos deben estar preparados espiritual, profesional y éticamente. La Mater et magistra insistía no sólo en la formación, sino sobre todo en la educación que forma cristianamente la conciencia y lleva a una acción concreta, según un discernimiento sabiamente guiado. El beato Juan XXIII afirmaba: “La educación a actuar cristianamente también en el campo económico y social difícilmente será eficaz si los propios sujetos no toman parte activa en educarse a sí mismo, y si la educación no se lleva a cabo también mediante la acción” (nn. 212-213).
Aún válidas, además, son las indicaciones ofrecidas por el papa Roncalli a propósito de un legítimo pluralismo entre los católicos en la concreción de la Doctrina social. Escribía, de hecho, que en este ámbito pueden surgir “[…] divergencias aun entre católicos de sincera intención. Cuando esto suceda, procuren todos observar y testimoniar la mutua estima y el respeto recíproco, y al mismo tiempo examinen los puntos de coincidencia a que pueden llegar todos, a fin de realizar oportunamente lo que las necesidades pidan. Deben tener, además, sumo cuidado en no derrochar sus energías en discusiones interminables, y, so pretexto de lo mejor, no se descuiden de realizar el bien que les es posible y, por tanto, obligatorio” (n. 238). Importantes instituciones al servicio de la nueva evangelización de lo social son, además de las asociaciones de voluntariado y a las organizaciones no gubernamentales cristianas o de inspiración cristiana, las Comisiones Justicia y Paz, las Oficinas para los problemas sociales y el trabajo, los Centros y los Institutos de Doctrina social, muchos de los cuales no se limitan al estudio y a la difusión, sino también al acompañamiento de varias iniciativas de experimentación de los contenidos del magisterio social, como en el caso de cooperativas sociales de desarrollo, de experiencias de microcrédito y de una economía animada por la lógica de la comunión y de la fraternidad.
El beato Juan XXIII, en la Mater et magistra, comentaba que se pueden captar mejor las exigencias fundamentales de la justicia cuando se vive como hijos de la luz (cfr n. 235). Auguro, por tanto, a todos vosotros que el Señor Resucitado inflame vuestros corazones y os ayude a difundir el fruto de la redención, mediante una nueva evangelización de lo social y el testimonio de la vida buena según el Evangelio. Esta evangelización debe ser sostenida por una adecuada pastoral social, activada sistemáticamente en las diversas Iglesias particulares. En un mundo, no pocas veces replegado sobre sí mismo, sin esperanza, la Iglesia espera que vosotros seáis levadura, sembradores incansables de pensamiento verídico y responsable y de generosa proyección social, sostenidos por el amor lleno de verdad que habita en Jesucristo, el Verbo de Dios hecho hombre. Al daros las gracias por vuestra obra, os imparto de corazón mi Bendición Apostólica.

viernes, 6 de mayo de 2011

Juan Pablo II: principal referencia de la bondad humana entre creyentes y no creyentes

Dr. Luís Xavier Grisanti
Economista


viernes 6 de mayo de 2011 12:00 AM
La vida de Karol Wojtyla trascendió la condición de líder de la Iglesia Católica para convertirse en la principal referencia de la bondad humana entre creyentes y no creyentes.
Pudo haber sido un designio de Dios el que el joven dramaturgo polaco que padeció los totalitarismos nazi-fascista y soviético, viniera al mundo para dejar un testimonio superior de paz, amor y tolerancia cuando la globalización secularista parecía renunciar al reino del bien y del espíritu como ejes de la presencia del hombre y la mujer en la tierra.
Juan Pablo II fue el primer Papa del siglo XXI, no sólo por la humanización del papado, por su ilustrado intelecto, por abrazar la era tecnológica o por sus viajes pastorales. Su pontificado ya tenía trascendencia histórica antes de que accediera al solio de Pedro en 1978.
Quién puede olvidar su acercamiento al judaísmo, cuando en 1986 visitó por primera vez en siglos el barrio judío de Roma y oró al lado del Rabino para afirmar la raíz común de ambas religiones; su reunión con el Dalai Lama en 2003; o sus encuentros ecuménicos con musulmanes y cristianos protestantes, anglicanos y ortodoxos.
Sus 14 encíclicas son piezas esenciales de la doctrina social de la Iglesia. Evangelium Vitae, Centesimus Annus y Solicitudo Rei Socialis giran en torno de lo que será su mayor legado: el respeto sacrosan- to por la dignidad humana y la preeminencia de la libertad y los derechos humanos como valores que están por encima de sistemas políticos o económicos.
No dejó de recordar que la verdadera liberación de la Humanidad se halla en la revelación del espíritu en toda su capacidad creativa y no en la entronización de lo material y perecedero. Es este el significado de su beatificación.

lxgrisanti@cantv.net
Tomado de http://opinion.eluniversal.com/

El poder y la conciencia

Pbro. Luis Ugalde S.J.
Viernes, 6 de mayo de 2011
Estamos en la batalla de las conciencias, civilizadamente en democracia y con leyes e instituciones contra la perpetuación del poder por la fuerza
El poder manda fuera y la conciencia dentro. Casi siempre viven en tensión, pero cuando se alían son indetenibles y revolucionan todo. Cuando se enfrentan hay conflictos de grandes proporciones. Calderón de la Barca expresa con palabras de otros tiempos la insumisión de la conciencia ante el poder: “Al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios”. Cuando se alza la conciencia, paradójicamente tiene más poder que el poder mismo. Por eso éste busca ganarse las conciencias y se presenta - con verdad o con mentira - como poder “por la gracia de Dios”. En los diversos imperios y poderes (imperio japonés, azteca, inca; reyes católicos; jeques; sultanes y caciques…), los jefes son dioses, hijos de dioses o por voluntad de los dioses. El acatamiento va más suave con la legitimación divina en la conciencia de sus súbditos.
Jesús dice a sus seguidores” no sea así entre ustedes”. Quien manda no lo debe hacer como dueño y tratar a los súbditos como si fueran esclavos o animales de granja. Él es el servidor. Servir o dominar, eh ahí el dilema.
Los cristianos desde el primer día reconocieron el poder de los gobernantes en el imperio romano, pero se negaron a adorarlos y ofrecerles incienso como a dioses. No era una voluntad de rebelión sino una conciencia que impedía adorar a ídolos.
También los modernos reinos ateos, como los de Stalin, Mao y Hitler, se legitiman “religiosamente” por la promesa de la plena felicidad y la fe en el hombre nuevo. El ideal para ellos es tener súbditos que, sin necesidad de obligarlos, les sigan incondicionalmente.
En toda forma de gobierno hay unos que mandan y otros que obedecen. Esta diferencia y asimetría se convierte en un orden político deseado y querido en la medida en que los jefes sean servidores y haya más gente convencida de lo beneficioso de ese modo de gobernarse. Pero los gobernantes buscan también ser temidos por sus súbditos, además de amados.
En las revoluciones políticas, irrumpen nuevas ideas y emociones que prenden en las conciencias y los ayer adorados gobernantes son vistos como la causa de todos los males, y su derrocamiento es considerado un servicio a la humanidad. Con las nuevas convicciones y emociones, las muchedumbres abandonan la sumisión e irrumpen en las plazas públicas dispuestos a dar la vida por la liberación. Las revoluciones, francesa, rusa, china, las que terminaron con gobiernos coloniales y las que de modo increíble tumbaron el “muro de Berlín” o acabaron con las recientes satrapías en el mundo islámico, tienen como fuerza incontenible la contagiosa liberación de las conciencias. Muchos que fueron revolucionarios, que movieron conciencias, y que derribaron regímenes inhumanos, ahora perpetúan la opresión, la convierten en herencia familiar y a falta de legitimidad, tratan de reprimir a las conciencias a base de miedo, armas y policía.
Venezuela cumple 200 años como república soberana con legitimación democrática: la soberanía es del pueblo y los gobernantes son servidores temporales, con poderes limitados y divididos, que se hacen contrapeso. Eso en el papel. Pero detrás y por encima de la legitimación democrática hemos tenido el dominio fáctico de la espada de los caudillos con promesas mesiánicas. Siglo y medio de caudillos y de “gendarmes necesarios”, ante la supuesta incapacidad democrática del pueblo.
A un mes del plebiscito “triunfal” de la dictadura invencible, el 23 de enero de 1958 fue un amanecer de conciencias liberadas, que dieron paso a la primavera de esperanzas y de fe con las propias capacidades democráticas. Desde entonces la democracia ha tenido importantes logros sociales, con división de poderes y alternancia en el gobierno. Pero el poder embriaga, se concentra y busca perpetuarse y hoy, un iluminado pretende encarnar a Cristo, a Bolívar y al pueblo.
Actualmente los estudiantes y trabajadores con sus medidas extremas de protesta como la huelga de hambre se mueven por sus conciencias a favor de los presos políticos, de universidades libres y dignas y justo salario al trabajador. Estamos en la batalla de las conciencias, civilizadamente en democracia y con leyes e instituciones contra la perpetuación del poder por la fuerza
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domingo, 1 de mayo de 2011

BEATIFICACIÓN DEL SIERVO DE DIOS JUAN PABLO II



CAPILLA PAPAL
CON OCASIÓN DE LA
BEATIFICACIÓN DEL SIERVO DE DIOS JUAN PABLO II
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Domingo 1 de mayo de 2011






Queridos hermanos y hermanas.
Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento. Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato.
Deseo dirigir un cordial saludo a todos los que, en número tan grande, desde todo el mundo, habéis venido a Roma, para esta feliz circunstancia, a los señores cardenales, a los patriarcas de las Iglesias católicas orientales, hermanos en el episcopado y el sacerdocio, delegaciones oficiales, embajadores y autoridades, personas consagradas y fieles laicos, y lo extiendo a todos los que se unen a nosotros a través de la radio y la televisión.
Éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria de san José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración, nos ayudan a nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio. En cambio, qué diferente es la fiesta en el Cielo entre los ángeles y santos. Y, sin embargo, hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la tierra y el cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como participando de la Liturgia celestial.
«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.
Pero nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el evangelio precede a todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel le dice: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad. De modo particular, notamos que la presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por san Juan y san Lucas en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura: en la narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, que la presentan en medio de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo (cf. Hch. 1, 14).
También la segunda lectura de hoy nos habla de la fe, y es precisamente san Pedro quien escribe, lleno de entusiasmo espiritual, indicando a los nuevos bautizados las razones de su esperanza y su alegría. Me complace observar que en este pasaje, al comienzo de su Primera carta, Pedro no se expresa en un modo exhortativo, sino indicativo; escribe, en efecto: «Por ello os alegráis», y añade: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación» (1 P 1, 6.8-9). Todo está en indicativo porque hay una nueva realidad, generada por la resurrección de Cristo, una realidad accesible a la fe. «Es el Señor quien lo ha hecho –dice el Salmo (118, 23)- ha sido un milagro patente», patente a los ojos de la fe.
Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios –Obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas- estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera. Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266).
El nuevo Beato escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszyński, me dijo: “La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio”». Y añadía: «Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado». ¿Y cuál es esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás.
Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza». Sí, él, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al Cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.
Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Iglesia.
¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Desde el Palacio nos has bendecido muchas veces en esta Plaza. Hoy te rogamos: Santo Padre: bendícenos. Amén.

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